Pedro IV de Aragón (1319 - 1387), conocido como el Ceremonioso o el del Punyalet, es un personaje clave de la historia medieval de España. Uno de los máximos representantes de la idea de monarca total, con una inmensa habilidad diplomática. Rodeado de enemigos y envuelto en numerosos conflictos, fue capaz de hacerles frente a todos y salir airoso.
Su reinado estuvo repleto de acontecimientos y logros. Uno de los más famosos, la Guerra de los dos Pedros, ambienta mi última novela, «El Monasterio», en la frontera entre Castilla y Aragón durante este trascendental enfrentamiento.
La Guerra de los dos Pedros fue uno de los conflictos bélicos, entre reinos cristianos, más importantes durante la Edad Media en España. Como en toda guerra, uno sabe cómo empieza pero nunca como termina. La Guerra de los dos Pedros acabó convirtiéndose en un apéndice de la de los Cien Años entre Francia e Inglaterra y, finalmente, en una guerra civil en Castilla que concluyó con el cambió de dinastía y la llegada de los Trastámara al trono castellano. Quienes, medio siglo después, también provocarían un cambio dinástico en el otro contendiente, aupándose al trono de Aragón.
Para entender la enormidad de la del figura rey Pedro IV de Aragón, debemos conocer los dos grandes conflictos a los que hizo frente al inicio de su reinado. El primero fue una insurrección de la nobleza aragonesa y valenciana. Los unionistas, así se llamaron los rebeldes, protestaron por los agravios que, a su juicio, sufrían por parte del rey. En el Reino de Valencia, Pedro IV llegó a ser retenido por los insurgentes y sufrió derrotas en La Pobla Llarga y en Bétera. En julio de 1348 venció a los unionistas aragoneses en los campos de Épila y se cuenta que Don Pedro, queriendo romper por su propia mano uno de los privilegios de la unión, al rasgar el pergamino con el puñal que llevaba siempre consigo, se hirió en una mano y exclamo: «¡Privilegio que tanta sangre ha costado, no se debe romper sino derramando sangre!», de lo que le quedó el nombre de Pedro el del punyalet, el del puñal.
Pedro IV, entendió rápido que necesitaba una Corona de Aragón fuerte, por ello centró una estimable parte de sus esfuerzos en la recuperación de los territorios gobernados por príncipes de la Casa de Aragón o que, anteriormente, habían pertenecido a la misma. Uno de sus primeros pasos fue la incorporación a sus dominios de Mallorca, reino autónomo desde tiempo atrás. El último monarca privativo de Mallorca, Jaime III, fue derrotado en Santa Ponza en 1343 y muerto por las tropas del Ceremonioso en la batalla de Llucmajor en 1349.
Los avances en el Mediterráneo de Pedro IV no quedaron ahí. En plena guerra con Génova y con el reino de Cerdeña casi totalmente en rebelión, organizó y comandó una potente armada para someter definitivamente a todas las facciones rebeldes sardas. Y en 1377, tras la muerte de su yerno Fadrique, que había sido rey de Sicilia, Pedro IV se proclamó también soberano de aquella otra isla.
En 1379 añadió a sus dominios los ducados de Atenas y Neopatria. En recuerdo de ello, en el año 2012, en la Acrópolis de Atenas se colocó la placa conmemorativa de las palabras de Pedro IV de Aragón, que en 1380 declaró: «El Castillo de Atenas es la joya más preciada del mundo, tal que apenas todos los Reyes Cristianos juntos podrían construir uno igual».
Una vez consolidados los avances en el Mediterráneo, tenía que dilucidarse quién era la potencia dominante en España. Frente al potencial marítimo de la Corona de Aragón y sus implicaciones comerciales en el Mediterráneo, Castilla ofrecía una indudable superioridad terrestre y el anhelo de una salida a los puertos del Mediterráneo, a través de la disputa por los territorios de Alicante y Murcia; y su alianza con el gran enemigo de la corona aragonesa, Génova.
El comienzo de la guerra fue cimentándose desde hacía tiempo, Pedro I de Castilla acogió a los infantes aragoneses enemistados con Pedro IV y, a su vez este, dio su protección a don Enrique de Trastámara, hermanastro del rey castellano. De forma que, tras una serie de incidentes previos, fue en 1356 cuando se inició la guerra.
Ante el poderío terrestre castellano, los aragoneses se vieron obligados a sufragar la formación de un ejército defensivo y la fortificación de la frontera mediante un enorme plan de construcción y acondicionamiento de castillos. Además, don Enrique de Trastámara prestó su colaboración al monarca aragonés buscando su apoyo en los planes de ocupación por la fuerza del trono castellano.
En este primer periodo de la guerra, hasta 1361, fue la frontera del Moncayo y la que más sufrió por su proximidad a Castilla, pasando temporalmente a manos castellanas. Tras una serie de escaramuzas en las fronteras de Aragón con Castilla y en las de este reino con Valencia, y luego de un ataque naval de la escuadra castellana a Barcelona, se llegó a la paz de Deza o de Terrer en 1361.
Aprovechada por Pedro I de Castilla para reorganizar y pertrechar su ejército a fin de superar con creces al enemigo y sorprenderlo sin previo aviso. Y así fue, porque en 1362 la invasión del Moncayo y de las tierras valencianas encendió de nuevo la guerra con ventaja para Castilla. Sus ejércitos ocuparon Borja, Magallón y Calatayud, y Pedro IV tuvo que reunir Cortes generales en Monzón.
El desgaste de ambos contendientes llevó sin embargo a la paz de Murviedro, que no pudo mantenerse mucho tiempo porque la muerte del infante don Fernando a manos de los caballeros castellanos seguidores de Enrique de Trastámara, y enemigos por tanto de Pedro I el Cruel, sirvió a éste de motivo para reanudar las hostilidades.
El hecho decisivo que hizo cambiar la orientación de la prolongada guerra con Castilla fue la llegada de las temidas «compañías blancas» del otro lado del Pirineo, en 1366, al mando de uno de los grandes señores de la guerra, Beltrán Duguesclín, para ponerse al servicio del rey de Aragón.
El mismo Pedro IV recibió con honores a los franceses en Barcelona, entregando la villa de Borja y otros señoríos al citado Duguesclín en prueba de confianza y agradecimiento. La presencia estos temibles mercenarios produjo grandes abusos por parte de los recién llegados, que cometieron todo tipo de atropellos, pero inclinó definitivamente la balanza del conflicto armado en beneficio de los aragoneses, recuperándose las villas y castillos perdidos tanto en Aragón como en Valencia.
La muerte de Pedro I de Castilla, en Montiel, en 1369 a manos del bastardo Enrique de Trastámara (más tarde Enrique II «el de las Mercedes») precipitaría los acontecimientos, que desembocaron en la paz de Almazán de 1375; firmándose un tratado entre Pedro IV de Aragón y Enrique II de Castilla, que este no respetó en lo que se refiere a las reivindicaciones aragonesas de algunos lugares fronterizos.
Pedro IV de Aragón falleció en Barcelona el año 1387, después de haber nombrado como heredero a su hijo el infante Don Juan en el testamento de 1379, cerrando así una época difícil y conflictiva entre las coronas de Aragón y Castilla.
Fuente : Luis Zueco.
ABC
Buen texto y Rey!!!, indica la población de fallecimiento, pero no indica la de Nacimiento que fue Granollers.
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