martes, 9 de abril de 2019

EL MONTE DE LOS OLIVOS . Autora : Teresa Rubira. ( A la memoria de todos los hombres buenos que vivieron su pasión ).


La mañana  se recostaba tranquila sobre la tierra sedienta sin participar de nuestro drama. Hacía tantos días que él insistía en visitar el campo, que decidí llevarlo a pesar de sus claras limitaciones.

Cogí el viejo coche para recorrer los pocos kilómetros (otrora caminados a diario) y cumplir el que quizá sería su último deseo. Descendió con dificultad hasta hundir los pies en aquellos surcos recién arados. Respiró profundamente. Lo miré sin poder articular palabra mientras lloraba por dentro. 

Él se movía ya torpemente, pero era tan digno su porte y llevaba tal ilusión en el alma, que sólo  pude seguirle.

Aquel bancal de monte había sido siempre su preferido. Lo sabía bien porque, cuando era niña, se sentaba tras la dura jornada junto al fuego, y contaba historias de fríos y miedos vividos en la difícil época de niño yuntero con abarcas. 

Sobre un pequeño montículo, la caseta se caía a trozos. En otro tiempo sirvió de cobijo y refugio para familias en los meses de la siega, pero a ella también le llegaba el final. Sacó de un bolsillo la gruesa llave y la mostró, sonriendo levemente. Tras abrir la puerta, cogió la gayata y se sentó en el agrietado banco de cemento.

 ¡Bueno, pues ya estamos aquí! —exclamó con mirada humedecida.
 Sí, padre, ya estamos aquí, ¿contento?
         
Hubo un silencio que los dos respetamos. Olía a tierra, a tomillo, a romero, a otoño bien entrado. En ese momento, recordé nuestra imagen de la Oración del Huerto con Jesús arrodillado ante los olivos. Tras unos minutos que parecieron siglos, hizo intento de bajarse las ramas de los dos únicos impeltes que quedaban.
                  
Dame el caldero; este año  hay buena cosecha —dijo.
La plata del olivo se recreaba sobre su rostro, marchito y arrugado por las tantas jornadas de sol, y ahora pálido.
     
¡Padre, no subas! 
       
¿Y qué podría pasarme? —respondió sin hacer caso.

Le ayudé a trepar por el tronco hasta acomodarlo en la primera rama gruesa. Levantó el brazo. Entre sus dedos se deslizaban las brillantes aceitunas, y por mis mejillas, unas lágrimas furtivas que se hacían frías de viento y dolor.

Al llegar a casa, mi madre las puso en tarros de cristal, con agua, sal, e hinojo, como hacía siempre.

Ha pasado el tiempo, pero aquella imagen, como de última oración en el monte de los olivos, sigue viva a diario en nuestro recuerdo.


Autora :  Teresa  Rubira .

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