Nuestro amor era el aleteo de un pájaro muerto. Yo ponía flores en un altarcillo y tú empleabas el tiempo delante de una pantalla. Te pregunté si las tortugas hibernaban y no me contestaste. El confinamiento lo empeoró todo. Yo teletrabajaba, limpiaba, cocinaba y leía. Leía a todas horas.
Después me dormía con las sombras chinescas de virus y noticiarios, con quirópteros que confundía con cuervos desplumando a un gorrión, y un dolor profundo que no podía compartir. A veces pensaba que la desrealización a la que nos sometía el enclaustramiento obligado me había hecho inventar un marido, que en realidad yo era una mujer solitaria ansiosa de compañía y había creado un compañero imaginario. Pero, no. Si lo hubiera creado yo, no se hubiera parecido en nada al hombre que veía delante. Comunicación teníamos: acércame el pan, dame agua, luego un eructo. Y también estaban los gruñidos cuando pasaba delante del televisor para retirar las latas vacías o barrer los restos de patatas fritas.
En alguna ocasión tu mirada me pareció atroz; los ojos desorbitados clavados en los fulgores amarillos de las bombas, en la metralla que saltaba por los aires y los cuerpos abatidos. Tus dedos, con una agilidad de la que el resto de tu cuerpo carecía, pulsaban frenéticos los botones del mando. «¿Cómo puede jugar a matar?», me preguntaba, «después de todo lo que hemos pasado». Yo cerraba los ojos y los fosfenos que se me aparecían en el río abierto de la memoria me hacían susurrar: «La vida, la vida, lo más preciado, la vida». Me sentía como una tortuga; a salvo de un virus que se extendía fuera, lastrada por el peso de un caparazón que no podía quitarme de la espalda. ¿Cuántos años viven las tortugas? Nadie más que tú podía compartir mi dolor. Pero tú ya no eras tú. Escuchaba la artillería de ese juego al que te habías vuelto adicto y la ansiedad me consumía.
Cuando la angustia me hacía hiperventilar, optaba por bajar la basura y, como una vagabunda, buscaba florecillas en un trozo de césped del paseo, junto a los contenedores. Con tu mirada fija en la pantalla, cada vez te hundías más en el asiento. Un día terminaste por desaparecer. Quizás te hundiste del todo o te mimetizaste con los cojines o con los personajes sanguinarios con los que jugabas, y no fui capaz de distinguirte.
Una tarde coloqué las flores silvestres en el altar y encendí una vela. Me puse a llorar, cerré los ojos. En el estanque negro del dolor flota la caricia vaporosa de un encuentro; la visión de las corolas que estallan añiles y púrpuras cuando todo se queda a oscuras y puedes hablar con quién amas en silencio. Un pajarillo muerto echa a volar junto a los pétalos y una luz se desprende de sus alas como un chispazo. En mi corazón se clavan un arsenal de plumas y espinas de tallos carmesí como las descargas eléctricas de un desfibrilador; por unos segundos creo morir, o quizás lo deseo, o quizás no importa lo que ocurre en realidad porque me hallo en otro mundo. Después abro los ojos y me doy cuenta de que ese pajarillo que aletea, sólo está muerto entre tú y yo. Dentro de mí sigue vivo.
Traté de hablar contigo en muchas ocasiones, hacerte ver que aquel juego se había convertido en una enfermedad. Tu respuesta fue que yo también era adicta a los libros y no te metías conmigo. Al terminar el estado de alarma seguiste en tu madriguera tapizada. Había tratado de rescatarte tantas veces... Te habría seguido a cualquier parte, menos a aquella estrella bruna cuyas puntas pixeladas eran agujas en vena. No podía sucumbir a la fosa abisal de tu hueco en el sofá.
Me marché una mañana, con los destellos ambarinos de la pantalla deslumbrando tus ojos sanguinolentos, perdidos. No sé si contestaste a mi adiós. Las tortugas hibernan hasta que se liberan de su caparazón, aunque esto les cause un gran dolor. Una tortuga sin lastre, un portazo. Mi equipaje: una bolsa con ropa y una maleta con libros. Y el pequeño altarcillo de un gorrión: con la vela, el violetero y la foto de nuestro hijo, que no había llegado a cumplir cuatro años. En el suelo del vestíbulo quedó un caparazón boca arriba, meciéndose como una cuna. Mientras, los fogonazos del televisor, ajenos a tu indiferencia, iluminaban con la intermitencia de un faro, un gran vacío.
Autora : Clara Isabel Martin Muñoz.
¡Enhorabuena! Ha sido bonito, Clara. Tú relato, yo poesía. Eso nos ha dado oportunidad de conocernos. Por muchos años...
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