Siempre llevamos con nosotros, pasen los años que pasen, un paisaje, el de nuestra infancia. Es un paisaje de ternura y recuerdos. Nací en un pueblo y consumí mis primeras emociones frente a un paisaje de ingenuas acacias mientras sonaban campanas de Iglesias y el vuelo del vencejo al atardecer. En mi antigua casa hay unos balcones marchitos de idénticas primaveras. Ante ellos pasaban todos los años las procesiones y a las siete de la mañana, todos los días, el vendedor de agua de Valdoria del vecino Albalate del Arzobispo.
En la continuidad anónima de la vida pueblerina reside una entrañable honradez de delicada belleza. En las calles antiguas, Santa Rosa, Calle Mayor, Estrecha –la mía- enternecida de recuerdos, Cuesta del olmo, de noche, con amor brujo y luna nómada, viejo gueto judío perfumado de gracia cristiana, San Antón.
Tres símbolos permanentes de mi pueblo, calles estrechas y en cuesta, el silencio y el minúsculo río Martín.
El río Martín sinuoso y diminuto de breves aguas floridas, de romances y de estrellas medievales. Tropiezan las aguas con un cañar antiguo, árboles añosos y piedras desgastadas del viejo puente que aún no ha podido llevarse ninguna riada. Muy cerca, en una orilla, el viejo molino de aceite de Isidoro Mallor, que aún hoy resiste, algún día también se lo llevará la riada. Enfrente la Harinera que, a la rueda rueda, le canta amor a alguna molinera blanca y enharinara como la luna. No lo sé. Pero a Dios le pido que un mal invierno no se la lleve el río.
El Martes Santo, por la noche, el encuentro del Nazareno con su Madre. Desfila por la plaza entre el sollozo de las gentes ateridas de lástima, traspasada de angustia. Los cánticos semanasanteros sobre la muchedumbre llorosa es una teoría de lágrimas luminosas, estrellas en loor de la dolorosa. Yo he visto, sobre el río, desde lo alto del pueblo las luces oscilantes en movimientos paralelos, como una estrofa gregoriana. Y el temblor cósmico de la noche y las rosas frías de luna y las desnudas almas sometidas a la lucha entre el ímpetu y la fuga, drama barroco de las gentes de mi tierra.
Así es mi pueblo. Piedras viejas contra las que no puede la naturaleza porque en ellas reside el espíritu. Montes como el Calvario o el Carmen, que se condecoran con ingenua y simple gracia vegetal. Todo ocupa su sitio en la creación y conspira a la mayor gloria de Dios. El gran espíritu católico de esta antiquísima villa aprisiona el espacio, lo somete, lo doma y , por último, le devuelve su libertad cuando la fuerza original de la naturaleza se ha convertido, por obra y gracia del Espíritu Santo, en precisión, proporción y medida.
Y, por fin, el silencio. Suenan el reloj de la Iglesia y las campanas de San Valero y son, precisamente, esas campanadas las que crean el silencio. El reloj de la Iglesia nos dice que todo está sujeto a orden y mesura, que hasta lo más anárquico y mudable que es el tiempo, obedece a una ley, a un ritmo, a una armonía. Cuando se oyen las campanas que anuncian las horas unos, acaso, dirán: el tiempo pasa, todo se destruye y perece. Otros: el tiempo lleva su yugo con paciencia, obedece sus leyes, cumple con su deber.
Por el laberinto de calles que llevan a Santa María, por la Cuesta de la Iglesia, se encuentra siempre perdido el silencio. Es el silencio la auténtica poesía, porque la poesía es esto y nada más que esto; callar los nombres directos de las cosas y hacer que sus pesquisas se truequen en delicioso enigma y, entonces, el silencio es, a lo peor, una fuga inevitable de la nostalgia.
Híjar, pueblo silencioso, pueblo sin prisa. La gente corre y se atropella en la ciudad. Y así van, sin saber adónde, sin tiempo que perder ni alma que ganar. Estos hombres sobrios y duros de mi pueblo, piensan, para qué correr tras nada si todo es igual, si no merece la pena sacrificar el ritmo por una felicidad temporal. . .
Y suena entonces el Ángelus en todas las campanas. Tiembla el lucero más presuroso sobre la plaza de la villa. Y las campanas de Santa María llaman con su voz de noche: Laeti vibamus sobrian/ebrietatém spíritus, esa sobria embriaguez del espíritu, ese temblor del cielo que es, a la par que gran universidad de contemplación, la más grande escuela de artes y oficios.
Autora : Maruja Collados.
Precioso relato Maruja, cargado de emoción y sentimientos. Enhorabuena!
ResponderEliminar¡Cómo me gusta, Maruja!
ResponderEliminar