No llueve. Estos meses transcurridos son los de menos aportación de agua en los últimos cincuenta años. Como consecuencia de la falta de humedad no hay pastos para el ganado. La siembra del cereal se ha perdido y sólo algún tímido brote que ya amarillea, ha conseguido sobrevivir. Dicen los entendidos en la cuestión que en el sector agrícola y ganadero las pérdidas superan varios millones de euros. Las grietas cortantes y profundas de nuestros campos semejan fauces sedientas y en la tierra seca no puede germinar la semilla. Los prados están tristes sin su alfombra verde, es como un paisaje de desolación. Hasta los jabalíes dejan sus guaridas y refugios para bajar a los llanos y a los caminos porque están hambrientos. Sé que mi amigo Manuel que ha hecho del cielo y la tierra su norte y meta, acechará el horizonte con la esperanza de una nube, del menor presagio de lluvia.
En nuestros pueblos la sequía es algo trágico y dolorido, como una desgracia. Y las buenas gentes del campo vuelven, en circunstancias como estas, su mirada a Dios. En las iglesias, durante la misa se reza la oración “Ad petendam pluviam”.
Para pedir la lluvia. Para que Dios conceda el beneficio del agua en las nubes. Y se organizan rogativas. En todas las patrias y en todas las religiones se sabe que el agua es un don de Dios. Y a Él acuden para pedirla. Yo recuerdo una rogativa, finalizando los años sesenta, tras más de un año de pertinaz sequía. Afluían los fieles en masa y la procesión en seguimiento del Cristo de los Milagros, era un musitar de preces y perdones implorando el agua.
Las calles retorcidas y pedregosas se hicieron templo vivo de peticiones y esperanzas. Entonaba Mosén Ramón sus latines y respondían todos fervorosos mientras un sol brillante e indiferente asomaba su rostro por encima de la giba de un cerro, ansioso de contemplar el cuadro. Ya, de regreso a la parroquia, la procesión circulaba lenta en un resonar de pasos sobre el pavimento. Las preces se hicieron sonoras en el interior de la iglesia. “Ad petendam pluviam”. Muchos lo recuerdan aún. Porque no es posible olvidar cómo, de repente, se fundió el sol, se oscureció el firmamento y, tras un golpear salpicante e intermitente, comenzó a desgranar el agua a torrentes anegándolo todo. Las gentes se dejaban mojar felices de sentir el agua sobre sí. Y, en muchos rostros, la lluvia arrastraba lágrimas de emoción. Y es que sabían que el agua, como la paz, es un inmenso beneficio divino. Ambos nos vienen del cielo y sólo de él y no de la voluntad de los hombres debemos esperarlos.
Hurgando en los mapas del tiempo los meteorólogos han descubierto unos ligeros chaparrones en parte de nuestra península. Pero eso no es llover. Llover es la caída terca y pertinaz del agua del cielo, una atmósfera húmeda, casi opaca, árboles goteantes. . .De no ser así no sirve. Y, de momento, no hay la menor esperanza de que el cielo rompa sus cataratas sobre nuestros campos implorantes. Es como una plaga esta sequía que no sólo se da en nuestra patria, sino también es tragedia más allá de nuestras fronteras. Y es que Dios tiene motivos más que sobrados para una justísima irritación contra el hombre, contra la humanidad convertida en masa de caínes, dedicada al deporte trágico de asesinarse unos a otros con el mínimo posible de espíritu cristiano.
Estoy escribiendo mientras contemplo el campo seco, crujiente, triste. El cielo es azul, rabiosamente azul, desesperadamente azul. Hoy no me ha parecido importante observar lo árboles, escuchar el fluir del arroyo, el rumor de la hierba. Lo he dejado todo para ir a la iglesia, a unir mi plegaria de mujer sencilla a la de tantas personas sencillas como dicen la suya.
“AD PETENDAM PLUVIAM”. Amén.
Autora : Maruja Collados .
Maruja Collados